Todo empezó por un camino tranquilo entre el bosque, la luz se colaba entre las copas de los arboles y producía una sensación muy agradable sobre la piel, la brisa refrescaba y no había ni raíces ni estrecheces durante el camino, recuerdo que era un niño y recuerdo que era feliz, siempre avancé por esa extraña voluntad que es la vida. Iba acompañado en todo momento por mucha gente, todo íbamos en un gran peregrinaje, había juegos, risas, todo era divertido y un instante era un mundo. Recuerdo que nos sentíamos muy unidos y yo les tenía bastante afecto a todos, era como una familia, no la elijes pero aprendes a vivir con ella. Aquel verano duró muchos años y cada momento no dejamos jamás de avanzar.
Pero llegó el momento en que empezamos a notar que no éramos tan parecidos entre nosotros como habíamos pensado, y descubrimos una verdad universal y es que, en el camino en el que estábamos sólo se podía ir hacia adelante. Por primera ver nos giramos y nos vimos a nosotros mismos, más pequeños y más inocentes. Poco a poco fue cambiando el clima, hacía más frío, los árboles empezaban a perder hojas doradas y cada vez había menos luz. Incluso el suelo que pisábamos, antes duro y seco empezaba a ablandarse bajo nuestras suelas. Había menos juegos y más discusiones, más ofensas, yo me estremecía constantemente pero aguanté, pues después del mal tiempo, siempre hace bueno. Me equivocaba.
Seguimos creciendo en nuestro camino, algunos se paraban a observar las hojas, la corteza de los árboles, el cielo, otros en cambio, que era la inmensa mayoría, sólo andaba y molestaba a los que más diferenciados estaban. Todo cambió de repente, estallando una tormenta, algo violento. Estábamos en un cenagal, en medio de la tormenta perfecta, el cielo era negro de una noche cerrada que sólo cedía ante los rayos que se paseaban brevemente. Encontramos una cueva en la que refugiarnos.
Estando allí dentro y separados de las chicas del grupo, los que caminaban más deprisa, los que no se fijaban en nada, se volvieron más crueles, un continuo tira y afloja de poder entre ellos, con alianzas para machacar al resto, pues así saciaban su vil espíritu, haciendo que sus compañeros desde hace tantos años se sintieran mucho peor. No me gustaba nada, así que en una bifurcación me fui por el sentido contrario al del resto del grupo, creí que así estaría mejor, que aunque no encontrara salida por aquella opción podría alejarme, pero se dieron cuenta.
Mi camino se iba inclinando cada vez más hacia abajo, cada vez las sombras eran más densas y aquellos que antes eran mi familia gritaban injurias e insultos contra mi, que por no ser una persona formada del todo y por provenir de ellos me atormentaba. Empecé a correr y pronto me encontré en la total oscuridad, pero por más que avanzara sus voces no se alejaban, eran más nítidas, más fuertes y mucho más crueles. Un día las voces desaparecieron, pero no lo hizo el miedo ni tampoco la sensación que me habían trasmitido durante ese tiempo, yo no valía nada.
El caminó acababa en un enorme acantilado, me paré en seco delante de él y observe el fondo. El mar embravecido me atraía, el abismo miraba a través de mi. No podía volver atrás, ya nunca podría deshacer mis pasos y delante de mi sólo estaba la muerte. Lloré, pues elegir mi propio camino había provocado la ira de mis compañeros que me habían destrozado y la única visión de salida era el suicidio. Aquel acantilado desprendía calidez, prometía acabar con todo mi sufrimiento.
Y cuando me disponía a poner fin a todo me llamó una voz, era una voz de mujer, desconocida para mí. Me giré y de entre la oscuridad, en un lateral distinguí una figura que avanzó hacia mi, la viajera me cogió de la mano y me lleve hasta un ensanchamiento en la roca que utilizaba como guarida. Se llamaba Ana, tenía unos ojos preciosos y una voz muy agradable. Era la primera persona que era amable conmigo en mucho tiempo e hice todo lo posible para conseguir su amistad. Ella me contó su historia de derrota sin conocerme apenas, me abrió su corazón y yo le correspondí con las narraciones de mis fracasos. Pronto encendimos un fuego sobre el que quemamos nuestros miedos y nuestros prejuicios.
Me señalo mis propias heridas, las que me había hecho al caminar por el gran derrotero que era la cueva y con amabilidad y mucha paciencia me las curó. Volví a sentir la seguridad de los tiempos de verano. Volvía a ser feliz. Me comprometí a ayudarla en todo lo que pudiera y pronto, entra charlas insustanciales y análisis profundo retomamos la marcha. Juntos teníamos luz y pudimos observar como la tormenta se desvanecía, como nos costaba andar cuesta arriba y como el ambiente era cada vez más seco. Era mayor, me dio su experiencia, a cambio yo le di mi visión del mundo. Cuando me quise dar cuenta había llegado fuera de la cueva.
El tenue sol sentaba bien después de haber estado tanto tiempo encerrado en la derrota, la miré y supe que había terminado. Le di un abrazo y un beso en la mejilla. Le dije que la quería, como una hermana, como una madre, como una compañera, como a una esposa, simplemente dije que la quería. Y allí mismo nos separamos, pero nunca se puede olvidar al ángel que un día te salvó. No existe ningún amor igual.